Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil

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Datos básicos

Clasificación: Patrimonio cultural

Clase: Museos

Tipo: Etnográficos

Comunidad autónoma: Principado de Asturias

Provincia: Asturias

Municipio: Navia

Parroquia: Puerto de Vega

Entidad: Puerto de Vega

Comarca: Comarca del Parque histórico del Navia

Zona: Occidente de Asturias

Situación: Costa de Asturias

Código postal: 33790

Cómo llegar: Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil

Dirección digital: 8CMMH973+87

 

Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil

Nota: La foto que mostramos es sólo a efectos ilustrativos. Si observa algún error en el contenido, agradecemos use el formulario que hay a pie de página.

Descripción:

HORARIOS

  • Martes a viernes: 12:00-14:00 h y 17:30-19:30 h
  • Sábado y domingo: 11:30-14:30 h y 16:30-19:30 h
  • Lunes cerrado.

TARIFAS

  • Acceso gratuito

Ubicación: El Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil se encuentra en la localidad de Puerto de Vega, pueblo marinero situado en el noroccidente costero del Principado de Asturias, que dista 7,1 km de la villa de Nava, capital del concejo o municipio homónimo. Nada más entrar en ella nos encontramos con el edificio que alberga el museo, una antigua fábrica de conservas restaurada recientemente.

Puerto de Vega, milagro de tierra forjada en el eterno abrazo del bronco océano y las ondulantes sierras que la circundan; Vega, cúmulo de contrastes y similitudes: la de rocosos acantilados, batidos por el inquietante oleaje y la de las arenosas playas, donde las olas depositan su postrer suspiro; la de marinos curtidos en mil batallas con galernas y tempestades y la de los campesinos de rostro cetrino, ajado por solares y sudores; Vega, la de gentes anónimas y humildes, que agotan su vida sin salir del silencio y la de excelsos caballeros, a los que recibió como frágil cuna o compasivo sepulcro.

En Vega conviven armoniosamente el pasado glorioso y el presente esperanzador, las viejas plazas y callejas y las modernas y limpias calles.

La centenaria plaza de Cupido, eje neurálgico sobre el que creció el primitivo poblado marinero, rezuma nobleza y sabor añejo por los cuatro costados, lo que la convierte en rincón favorito de pintores y poetas.

Acceso: Para llegar al museo podemos coger cualquiera de los dos desvíos de la N-634 que desde las localidades de Villapedre o El Bao (ambas en el concejo de Navia) nos conducen a Puerto de Vega.

DESCRIPCIÓN

El Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil, integrado en el complejo cultural de la Casa de Cultura Príncipe Felipe, de Puerto de Vega, es una creación de la Asociación Amigos de la Historia. Inaugurado el 21 de septiembre de 2001, el museo nace con la vocación de ser un homenaje permanente a la familia marinera y campesina, sin olvidarnos de la emigración. Contiene una cuidada recreación de lo que han sido los modos de vida tradicional de nuestros pueblos, con la presencia de la casa tradicional, los oficios artesanales, y de lo que fue y significó para esta y otras villas marineras la industria conservera, con la evocadora recreación de la sala de máquinas de esta antigua fábrica que se llamó La Arenesca.

El museo se ubica en el ala este de la recuperada conservera. Se accede por una puerta sita en el pabellón anexado al edificio principal, donde están instaladas las restauradas máquinas de la vieja conservera y el panel historiado de este oficio en la villa. Ya en el interior, el Museo Etnográfico se distribuye en planta baja y altillo, contando con dos dependencias anejas, el archivo y la sala de juntas. En la planta baja se pueden visitar: la recreación de la casa tradicional con el «char» y la alcoba; los útiles que caracterizaron la labor de campesinos y marineros, además de ocho oficios tradicionales vinculados al mundo rural; una excelente colección de carpintería de ribera y dos viejos escudos hidalgos. En el altillo, además del homenaje a la emigración y al ocio, encontramos una alegoría de la marina mercante, con los aperos significativos, amén de una importante colección de maquetas vinculadas al mundo físico y espiritual del marino y una rica colección de la peculiar zoología marina de esta costa cantábrica.

VISITA

Las conserveras

El Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil se encuentra en los locales restaurados de una antigua fábrica de conservas y salazones llamada La Arenesca. Puerto de Vega como puerto pesquero también contó en el pasado con un buen número de fábricas conserveras.

La primera mención explícita de la existencia de la industria conservera en Puerto de Vega la hallamos en el siglo XVIII, donde se cita una fábrica de «xason» o salazón en la zona conocida como Los Paredones, vinculada a la ya poderosa familia Blanco, siendo conocido que esta explotación o posibles derivaciones de ella confluyeron en pequeñas explotaciones de salazón que lucharon por sobrevivir a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX en el entorno de la primera que se documenta.

LA ROMANELA

Por fin, hacia el año 1922 el industrial Severo Suárez Pérez fundó junto al abogado y banquero José Ochoa Pérez, ambos dotados de una fortuna labrada en la emigración a tierras americanas, la primera fábrica de conservas y salazones local de importancia con la marca comercial de La Romanela, en alusión a un islote cercano del mismo nombre, hoy tan conocido entre los mariscadores de la zona debido al prestigio de los percebes que allí se capturan. Asimismo, dicha sociedad iniciaría en el puerto la explotación de la actividad pesquera con embarcaciones propulsadas por máquina y caldera de vapor con la llegada del vapor Severa, de 17 Tm, construido en los astilleros de Orio en 1921. La citada fábrica, bajo la gerencia de Severo Suárez, permanecería en activo hasta el inicio de la década de los sesenta (1960-1961); actualmente, de ella sólo se conserva el edificio.

LA ARENESCA

En 1925 se constituía el Pósito de pescadores local de Nuestra Señora de la Atalaya, que inauguraría tres años más tarde su edificio social, provisto de rula o lonja de subastas en su planta baja y de sala de juntas en la superior. El Pósito hereda la centenaria tradición del Gremio de Marinería y Comercio y el precedente inmediato de la actual Cofradía Nuestra Señora de la Atalaya.

El citado año de 1925, Rosalino González, conocido popularmente como «Chalín», que regentaba junto a sus hermanos una fábrica de conservas en San Juan de la Arena con la marca comercial de La Arenesca, abre una nueva instalación fabril dedicada a la elaboración de conservas, salazones y escabeches de pescados que funcionaría bajo dicha razón social hasta 1957. Con posterioridad la fábrica fue explotada por los conserveros avilesinos Alberto Coloma y Arturo y Juan Campal en el periodo 1966-1976. Actualmente, el solar de la fábrica está ocupado por el moderno edificio de la Casa de Cultura local, que alberga una importante colección museística vinculada al pasado histórico del pueblo.

LAS TUERVAS

Hacia 1926-27, Laureano Fernández Pérez –perteneciente a la familia de la Casa de Las Tuervas, topónimo con el que se denomina la pequeña bahía colindante con la casa y que denota una ancestral explotación salinera con vistas a la conservación de carnes y pescados– explota en la explanada existente frente a la dársena del puerto otra fábrica de conserva y salazones que comercializaría sus productos con el citado nombre de Las Tuervas, que mantendría una pequeña sucursal en el puerto de Viavélez (concejo de El Franco) y estaría en activo hasta su cierre definitivo en 1935.

LA VENECIA

Finalmente, en 1941, ocupando el solar de la anteriormente citada fábrica de Las Tuervas, la empresa naviega Fernández y Peláez S.A., dedicada al comercio, tráfico marítimo y elaboración de conservas de pescados, construirá sobre una superficie total de 810 metros cuadrados un moderno edificio fabril con fachada principal al puerto inaugurado al año siguiente, que estaría en activo bajo la marca comercial de La Venecia hasta el año 1962. Años más tarde, el edificio albergó unos talleres mecánicos de equipamiento naval, Talleres Xiraldo, y en la actualidad ocupa un pequeño taller-astillero de construcción-reparación de embarcaciones menores y almacenes para los pescadores locales.

El campo

APEROS AGRÍCOLAS

Como venimos diciendo desde un principio, el Museo Etnográfico Juan Pérez Villamil ofrece al visitante principalmente una muestra de los modos de vida campesino y marinero. Éste es el espacio que dedicamos al campo y las labores agrícolas. En la casería tradicional siempre han existido una serie de útiles que son consustanciales con la actividad económica que allí se realiza; nos estamos refiriendo a aquellos aperos de pequeño tamaño y de gran utilidad en la economía campesina y ganadera. En este espacio podemos encontrar desde las tradicionales guadañas y hoces («foucinas»), utilizadas para segar la hierba, básica en la alimentación del ganado en la llamada «ganadería tradicional» hasta las «palas de dentes», muy usadas para echar el rozo («ganza»), para «muchir» el ganado, pasando por las azadas («fesoiras») y «garrunchas»; «manales» para «debiar» las fabas o el trigo; palas lisas y picos, con los que hacer el pozo y los riegos, en zonas de «penedo»; etc. Muchas de estas piezas tenían su acomodo nocturno bajo el hórreo («urro»), destinado a albergar el maíz, trigo, patatas, etc., de la cosecha anual; o bajo el «cabazo», muy común en nuestro occidente de Asturias, casi siempre con idéntico uso, además de almacenar en él los forrajes; y la «panera», otro complemento más en la lucha del hombre contra las alimañas, especialmente los insaciables y ávidos roedores.

En este ángulo de la exposición, vemos también representadas otras piezas de gran trascendencia en la vida doméstica de la casa tradicional del campesino asturiano: las «parigüelas» y las albardas nos recuerdan los mejores momentos de la tradición campesina, ya que eran el nexo de unión de las caballerías con nuestros ancestros, con una fidelidad mutua realmente destacable; a su lado, las «lecheras» variadas, que nos hablan del duro trabajo de mecer las vacas y trasladar la leche excedente a la venta «p´al camión», quedando garantizado el surtido de la casa y de la familia amplia, que la iba a recoger a diario con las calderetas. Otros útiles de gran utilidad en las labores del campo eran las «sulfatadoras», de las que tenemos un modelo más antiguo y su evolución hacia la clásica, colgada a la espalda; los «trobos», para la apicultura incipiente; las viejas «romanas», de diversa tipología, utilizadas para el pesaje de patatas, etc., en pleno «eiro»; las medidas del grano (copines, canados, etc.). No faltaban tampoco los cepos, para cazar alimañas, tan molestas para los inquilinos de gallineros, conejeras, etc.

La mar

CONSTRUCCIÓN DE LANCHAS

Carpintería de ribera

El proceso constructivo se inicia por la selección de la madera, utilizándose especialmente la de roble para las piezas de la estructura (coda o branque, codaste, cuadernas, etc.), por su dureza y por la propia característica de las vetas de sus troncos; en cambio, las piezas largas se hacen de eucalipto (quilla, baranda, etc.). Esa madera se corta en épocas concretas: las del casco, en otoño y con luna en menguante (menos savia y humedad), mientras que los palos y vergas se cortan en mayo (elasticidad). Después, se almacenan «en tijera» para el secado.

A partir de ahí, se inicia la construcción propiamente dicha: la primera pieza a colocar es la quilla, de eucalipto casi siempre, debido a su tamaño, porque las de roble son menores y suelen ir ensambladas en dos piezas; luego, se la coloca en los calzos (o picaderos). En los extremos de la quilla se ensamblan –a cola de milano o a rayo de Júpiter– la roda y el codaste y se refuerzan con pernos de acero, comprobándose que estén alineados en vertical. La quilla y también el branque y codaste llevan unas incisiones (alefrices), donde se encajarán las tablas del forro externo («tracas de aparadura»), que se refuerzan con zapatas, contrarroda y contracodaste.

Luego, sobre la quilla, a la mitad de la eslora, colocan la cuaderna maestra y luego, otras dos, llamadas tercio de proa y de popa, respectivamente, debido a su ubicación entre la maestra y el branque y codaste, respectivamente. Luego, se eligen cuidadosamente las maderas para hacer las cuadernas –de una pieza en botes, de varias en lanchas grandes–, que se trazan a partir de plantillas o gálibos como las que vemos en esta excelente colección reunida por el carpintero de ribera local D. Celestino Fernández González. Suelen constar de tres piezas: varenga, cuaderna y, a veces, contravarenga de refuerzo.

Ya montada la cuaderna maestra y los tercios, se ponen las vágaras, listones que pasan por el extremo de las cuadernas, desarrollándose el armazón, que queda listo cuando se han colocado todas las cuadernas y varengas. Es el momento de colocar la sobrequilla, para reforzar las varengas.

El siguiente paso es el forrado del casco con las tracas o banzos, que han de tener una curvatura especial, cóncava o convexa, para adaptarse a la forma del armazón. El proceso es complejo y básico, ya que de ello dependerá que el buque sea impermeable. Si las tracas se superponen, tenemos el forrado «a tingladillo». Si no se superponen, se llama «a tope». Se suele empezar desde arriba hasta la línea de flotación («obra muerta») y después se inicia desde la quilla hasta empalmar con la estructura anterior («obra viva»). Supone un ejercicio de habilidad enorme, ya que las piezas son todas distintas, excepto la homóloga del lado contrario. Las tracas de aparadura se encajan en el alefriz tallado en la quilla, branque y codaste; por fin, el varadero es una traca muy gruesa que protege la panza del buque cuando vara.

Se pasa a construir la cubierta, que cierra el casco por la parte superior. Para ello, se arman los baos o piezas transversales que se apoyan en otras longitudinales, los durmientes, que se disponen a lo largo de los costados del buque, ensamblándose en ellos los baos «a media cola de milano». Estos baos tienen una ligera curvatura para permitir desaguar el agua por los imbornales. Aún el casco se refuerza más, con piezas internas (vagras, palmejar) o externas (cintones).

Llega el momento de calafatear o carenar, iniciándose el proceso por un cepillado y lijado muy concienzudo. Luego, se pasa por las juntas de las tablas la estopa alquitranada, ayudándose de martillo y los «fierros de carenar». Generalmente, sólo se carenan las tracas de aparadura, alefrices, traca superior, topes de unión longitudinal y algunas zonas de cubierta, ya que la precisión del carpintero de ribera hace innecesario el resto.

Después, se pinta, para asegurar la protección del casco. La pintura, que en un principio consistía en aceite de linaza, se fue perfeccionando, usándose actualmente pinturas protectoras y antiincrustantes.

A partir de ahí, vienen los detalles de funcionalidad: colocación de palos y vergas; instalación del motor; acabado de mamparos y compartimentos interiores, etc. Y ha llegado el gran momento, un momento de fiesta para toda la comunidad: la botadura.

CAPTURA DE LA BALLENA

La presencia de atalayas en toda nuestra cornisa costera occidental confirma, a la vez que los muchos testimonios escritos, la antigüedad e importancia que para nuestra economía bajomedieval tenía la captura de ballenas.

Desde las escarpadas atalayas de nuestro concejo de Navia, en los parajes aún hoy conocidos como La Romanela, El Castillo, Atalaya de Vega y Coedo, el atalayero convocaría a «ballenar», quemando leña húmeda o seca, según fuese día o noche, en la torre de señales de una de ellas, porque ha divisado una ballena en la lontananza. El cuerno, la campana tañida o las desabridas voces harían el resto (proceso que era conocido en nuestros puertos como «tocar a ballena»). En cuestión de segundos, nuestro azul océano se llenaría de robustos lanchones, donde el más sagaz y hábil arponero ocuparía la proa y el diestro timonel la popa, mientras las más pesadas y lentas pinazas, con sus tres velas desplegadas, saldrían de puerto en apoyo de aquellos más atrevidos que ya acechaban al cetáceo. La «armaxa» o esquifazón ballenera cercaría al indefenso animal, y el arponero, una vez que el lanchón estaba al costado del animal, lanzaría su mortal arma –aquel arpón de casi un metro, con la cabeza en forma de flecha giratoria que se abría una vez clavada, ensartada en un fuerte mango que llevaba varios metros de cuerda o estacha– que, certeramente, se clavaría en el lomo del animal. Tras su muerte, sería arrastrado a puerto, donde se le trocearía según las Ordenanzas, entregando el primer trozo al atalayero que la había divisado. El saín (aceite) se obtendría al derretir la grasa del animal, recogiéndose en enormes recipientes de cobre, hasta que enfriase, para colmar luego las pipas o barriles, operación realizada en la casa del horno del puerto.

En el concejo naviego, tal operación está documentada en «El Ciebo» de Caborno, al lado del secular astillero, existiendo otra casa de ballenas en Coedo, pero aún antes habría bodega para trocear la ballena y derretir su grasa en el lugar donde luego se construyó la casa en la que nació el III marqués de Santa Cruz de Marcenado, en la Atalaya, según hemos podido demostrar documentalmente hace años. El aprovechamiento del animal era intenso: las barbas pasaban a formar parte del íntimo ajuar femenino, mientras los huesos se utilizaban para alféizar de ventanas, bancos, etc.; la grasienta carne haría la delicia de los hogares marineros, mientras que el saín era rápidamente expedido a través de carreteros de las brañas vecinas hacia las ciudades del interior, para iluminar las catedrales y monasterios de las grandes urbes, además de las casas de los patricios.

Los capitanes de «armaxas» balleneras contrataron secularmente el derecho de captura con la Casa de Navia, tal como lo manifiesta don Álvaro de Navia en 1639, donde argumenta su derecho a arrendar las atalayas naviegas como lo hicieron sus antepasados «desde tiempo inmemorial». El primer contrato conocido, que no el más antiguo a la luz de lo dicho antes –parece bastante razonable pensar que, al igual que en el vecino concejo valdesano, la desaparecida Carta-Puebla de la Pola de Navia podría hacer referencia a dicha caza de ballenas, previsiblemente vinculada a sus términos del alfoz, como eran el puerto de Veiga y quizá Coedo– lo firmó «en el puerto de Veiga» el vasco Juanes de Segurola con don Álvaro Pérez de Navia-Osorio el 26 de octubre de 1608, para atalayar en los parajes de El Castillo, La Romanilla, Vega y Coedo. Tras un largo paréntesis documental, que no contractual, hallamos el segundo contrato conocido (1639), que firmó Esteban Miranda con los mismos interlocutores, acordando repartir presas y obligaciones; mal iban las cosas para los pescadores nativos, ya que en 1640, Diego López de Vega, con poder de los vecinos, entabló pleito con don Álvaro de Navia el 22 de febrero de 1640, por los abusos señoriales manifiestos (derechos de portazgo; patronato de la ermita de la Atalaya; usufructo del Campo como tendedero de redes y usos de los lugares de El Bosque y La Friera, para talar madera y procesos de derretir la grasa, como bien indican los topónimos aún conservados). Del fracaso momentáneo del proceso dan buena cuenta los posteriores contratos con apoyo documental conocido, que siguen firmados por la poderosa Casa de Navia, como el que acuerdan Domingo López de Vega y Antonio Brache, capitán y armador de ballenas en 1647, por doscientos reales de vellón, contrato en el que también arrendaban la casa de ballenas y el horno de derretir la grasa; el cuarto lo acuerdan en 1656 don Álvaro de Navia y don Pedro Trelles, que había utilizado sin éxito su «armaçon» en Ortiguera y alquiló las atalayas del concejo por tres ducados de vellón o grasa que valga lo propio, con derecho a poner dos lanchas en Ortiguera y dos en Vega. Un año después, será el guipuzcoano Domingo de Anachuriz quien firme un contrato cuatrianual, hasta ahora inédito. Los pescadores de Vega hicieron escritura de arriendo del Campo de la Atalaya los años 1665 y 1666 para hacer ahumadas de ballena. En 1675, es don Juan de Navia el que contrata con Pedro Orjales de Vega el uso de la casa de derretir grasa de ballena, en el lugar de Las Veigas, al lado del puerto. Y en 1694, don Juan de Navia dio poder al cura de Anleo, don Luis Fernández Abella, para establecer contrato con don José Fuertes y don Antonio Chaves, maestre y capitán de la «armaxa» de ballenas, para poner atalayas, hacer ahumadas y pescar ballenas desde La Riega de Barayo al Arenal de Frexulfe, por media arroba de grasa buena y limpia de cada captura. Aún hay un Apeo de bienes del año 1703 donde se menciona la Casa de La Cabaña, en el puerto de Veiga, donde se derriten las grasas de las ballenas, mencionándose los puertos y atalayas de Vega, Costelo (El Castillo) y Romanela. Por fin, en 1722 recogemos la última referencia a la captura de ballenas en nuestro concejo y poco a poco, el recuerdo de tan singular costumbre se pierde. Curiosamente, los comerciantes al por mayor del antiguo concejo de Navia seguían comerciando con otros puertos el saín de las ballenas, destacando en esta labor a mediados del siglo XVIII algunos personajes que entonces dominaban el pujante Gremio de la Marinería y Comercio, como don Domingo Pérez Lebrón y Lanza o D. Diego Froilán Lanza Trelles.

ARTES DE PESCA

Partiendo del estudio de Emilio Barriuso, tenemos:

  • Artes con «anzuolo». Los anzuolos van armados «en línia» (así, las barbadeiras, marraxeiras, poteras, xugadas, pincho, etc.); «palangres», formado por un cordel largo o «madre» y los «rendales», que se señalizan con una boya. Hay muchas clases: palangre gallego, que se lleva en la cesta; palangre «de piedra y bola»; «cuerda del congrio» (en Vega se prefiere la «anzolada»); palangre «de palometa»; etc. Luego está la «cacea», que se hace con la lancha en movimiento permanente, fundamentalmente la pesca del bonito, del abadejo, etc.; el «tanqueo», practicada con línea a mano y luego, con caña; etc.
  • Artes con «rede». El «paño de la rede» está formado por un tejido de «malla», que antiguamente se «encascaba». Hay artes más o menos pequeñas, que se pueden manejar a mano, como son la «tarrafa», la «tarrafina», etc. Pero, en general, son artes de gran tamaño y complejidad, destacando: el «rasgo», que es una malla muy grande, con paños de unos cuarenta metros; las «volantas», con malla muy fina y paños de cien metros, que se usa para la pesca de la merluza (antes llamada «pescada» y «pixuota», que da nombre a los lugareños de nuestros puertos); la «volantilla», más pequeña, que se usa para la pesca del salmonete y de la pescadilla; los «trasmallos», usados en la pesca más variada (botona, xulia, faneca, etc.), que consiste en un arte de triple paño de malla, más fino el mediano, lo que facilita las capturas; si es más pequeño, es la «brexa». Otras son: el «miño», mayor y de hilo gordo, se usa para la pesca de rape, etc.; y las redes «de abareque», para la sardina. Otra técnica de pesca con red es el «cerco», que puede ser: «galdeo» (usando cebo y por medio del «boliche», que es un paño rectangular de malla pequeña y con cuerdas de corcho y plomo; en esta última van unos anillos que sostienen la «jareta», que cierra el bolsón por abajo); «a la ardora» (descubriendo los peces –chicharro, bocarte, etc.– por su luz); «a la luz», con focos potentes, aunque inicialmente era con «mamparras» que se metían en el agua; «a mansío», usando el «copo», cuando el banco era «marcado» por las toliñas o los mazcatos.
  • Artes de arrastre. Los «aparejos de pareja», de «vaca» y de «bou» están cada vez más en entredicho, debido a que en su avance acaban con los alevines de todas las especies, por lo que es un arte en trance de desaparición próxima.
  • Artes de trampa. En este tipo de artes, tenemos las nasas, desde las primitivas hechas de vara hasta las actuales metálicas. Son muy habituales en nuestros puertos las nasas: nasas de la langosta; nasas del centollo; nasas para andaricas; nasas de la anguila, etc. Se suelen echar en series, llamándose «andana» cada una de las series. Actualmente, se usan mucho las «nasonas», de gran tamaño, para la captura de bogavantes y langostas, cuando no para el congrio y otras especies.
  • Artes menores. Aquí podríamos englobar un gran número de útiles que se usan para la pesca litoral o de río, o bien como auxiliares de pesca. Así, citaremos en este apartado, desde la «vara de pescar» tan común, a los «ganchos de pulpo», «gancho» del «arizo», «barbadeiras», «arpones», «grampín», «cavadoiras» del «porcebe», y un largo etcétera.

La casa tradicional

Predominaba el tipo de casa «mariñana», de pequeño tamaño. En el interior de la casa, las estancias más significativas son la «chariega» o «llareira», los dormitorios y el salón.

En la lareira o cocina, destacaba el char, ubicado en el centro de la pequeña y ennegrecida estancia. Al lado, estaba el «escano», banco con respaldo y apoyaderas de brazos, que lleva adosada una tabla levadiza mediante unos largueros que van sujetos al respaldo o a la pared; también había «tayuelos» para sentarse más cerca del char. De un tórzano o «cancechón», que es un eje vertical del que pende una barra horizontal (el «quinzo»), colgaba la cadena con pinchos o «garmayeira», donde se ponían los potes, a escasa altura del char, para cocinar las «gachas» o el «pote»; a veces, se usaba más el «trébede», parrilla circular de tres pies, como ocurría cuando se cocinaba con sartén («tixiella»). La comida se sacaba con la «garfiella» en los platos, previamente retirados de la «alacena», mientras se servía el vino en la «bota» o bien agua fría, cogida en la fuente con la «ferrada», que era sacada con el «canxilón» para los vasos que estaban en la «espetera» o «vasar». Al lado del «forno», estaba la «masiera» del pan, donde se «peneiraba» y amasaba la boroña o el pan de trigo cada dos o tres semanas, para «facer la fornada», ayudados de la «pala d´enfornar», el rodo, etc. El humo generado se expulsaba por la «chumieira». En sus proximidades se ubicaba la «dala» o «bogadeiro», para hacer la colada: se metía la ropa y se le ponía un trapo permeable, el «caladoiro», encima; se dejaba caer agua caliente con ceniza («lexía»), en tres ocasiones, echando siete «caldeiráus» de cada vez: la primera vez, calientes; la segunda, «blanquentes»; la tercera, «firvientes»; luego el agua salía por un sumideiro al pilón y no se aclaraba la ropa hasta el día siguiente; a veces, al lado de la «dala», estaba la «feridora», con la que se preparaba la leche para hacer «manteica» o «requesón». La estancia se alumbraba de candil de grasa o saín (después, de carburo), que destellaba sobre las urdimbres de vara de avellano que colgaban del techo, donde se secaba y «afumaba» la matanza del gocho (chorizos, morcillas, longanizas, butiechos, etc.), y los frutos secos del bosque (avellanas, castañas, etc).

En el salón (que no se recoge en este museo por cuestión de espacio) había una amplia mesa para las relaciones familiares, rodeada de toscas sillas de madera, siendo su adorno habitual el de cuadros y fotos ennegrecidas de los antepasados, que pendían de las destartaladas paredes, por encima de alacenas llenas de vajilla «de fiesta», tazas, etc. El arcón contenía los más preciados alimentos, cuando no el ajuar más preciado.

En el «cuarto» u dormitorio estaba la respetable cama familiar, dotada de colchón de «fuoya» o de lana, sobre la que colgaba una desvencijada imagen de la devoción religiosa familiar, se rodeaba del aguamanil, mesita, armario, etc., mientras a un lado se ubicaban los «bierzos» de los niños, que dormían plácidamente «cinchados» en sus «mantiechas».

Oficios artesanos

En la parte central de la planta baja del museo se recrea en ocho espacios varios oficios artesanos y tradicionales. Éstos son:

LAS REDERAS

El de redera es un oficio típicamente asociado a la mujer marinera y ha tenido un marcado carácter familiar hasta hace pocas décadas. La tarea de las rederas era a pie de muelle, por lo que es recordada como una vieja imagen romántica de la marinería del occidente asturiano la presencia de las mujeres rederas o reparadoras de redes y artes de marear. En nuestra representación museística, hemos optado por el momento o tiempo de «entrañar», que consistía en el repaso general de la pieza, desde el mismo inicio de la misma, simulando la labor colectiva de aquellas rederas centenarias que, en los lugares establecidos al efecto desde tiempo inmemorial –Campo de la Atalaya, «Práu d´Antón» o en el solar del actual parque Benigno Blanco–, remendaban las redes, sostenidas de altos «viñales» o forquetas, izadas por medio de las pastecas.

LAS FILADORAS

El trabajo de «filar» era típica y exclusivamente femenino, y daba lugar a momentos de gran regocijo y reunión juvenil en los «filandones». Los útiles típicos de las filadoras son, especialmente, la rueca y el «fuso», utilizados para hilar a mano la lana y el lino. También se conocían los tornos de filar o tornos canilleros, pero eran bastante inhabituales en el occidente y sólo los había en casas ricas; tampoco está constatada la existencia de telares artesanales. La rueca era de madera y constaba de dos partes: el «palo» largo, que lleva dos formas cilíndricas incrustadas y bastante decoradas (los «roquiles»). El fuso era también de madera, con un extremo agudo y a menudo metálico.

LOS ZAPATEIROS

El oficio de zapateiro se vincula al aprovechamiento de los cueros obtenidos al sacrificar las reses, por lo que los primeros estaban ubicados en lugares próximos a estas industrias, como Noreña. El taller del zapateiro estaba en una pequeña habitación de la planta baja de la casa y constaba de una mesa larga y baja, donde se acumulaban los útiles. Era una pequeña industria familiar, ya que la esposa solía ayudar cosiendo los cueros y los hijos actuaban de oficiales y aprendices, siendo el cabeza de familia el maestro cortador.

El zapateiro, que muchas veces era ambulante, haciendo su obra «a medida» por encargo, utilizaba en su trabajo los «avíos», que solía llevar al hombro en una caja y eran: la bigornia, leznas, cuchillas, martillo, pez, agujas, estopa, etc. A veces ellos mismos hacían de guarnicioneros («talabarteiros»), fabricando collarones, faltriqueras, cabezadas, sillas de montar, etc.

LOS FERREIROS

En el viejo concejo de Navia está constatada la existencia de dos ferrerías, en Arbón y Bullimeiro, ambas del marqués de Santa Cruz de Marcenado.

El occidente asturiano fue rico en ferrerías, ya que se aprovechaba la mucha madera de nuestros bosques, la fuerza del agua de nuestros ríos y la riqueza de hierro de nuestro subsuelo. En nuestro concejo de Navia no hay documentadas, al menos desde el catastro de Ensenada, la existencia de mazos, pero sí de decenas de fraguas, que suponían el último escalón del proceso productivo del preciado metal. Ello dio lugar a un amplio comercio de arriería por todo el reino de Castilla.

En la fragua se calentaba de nuevo las piezas de hierro a altas temperaturas en la «forxa», alimentada de carbón vegetal y del aire que le proporciona el «barquín» o fuelle; después, se trabajaban en el yunque, hasta obtener la pieza deseada. En la fragua se elaboraban ruedas y piezas para los carros, cuchillos, ferraduras y arreos para los caballos; clavazón; aperos para la labranza.

LOS MADREÑEIROS

La madreña es consustancial a Asturias, ya que protege nuestros pies de la eterna humedad del suelo. El oficio de madreñeiro es común a todo Asturias, quedando en nuestro occidente los últimos artesanos.

Para hacer una madreña, hace falta una madera adecuada, como son la de castaño, «vidureira» (abedul), haya, nogal, etc.

Una madreña consta de: «panza» o «barriga» (zona inferior delantera), la «boca» y la «casa», tacones o tazos (dos delante y uno detrás, a veces forrados con goma o «ferrados»), llamándose «calcaño» a la parte posterior y «pico» a la delantera.

LOS CESTEIROS

Era un oficio complementario al de las labores agrarias, ya que el campesino, mayoritariamente, fabricaba sus propias piezas: cestas, canastros, maniegas, goxas, cestinos, etc., además de los «bierzos» o cunas; también había cesteiros ambulantes, que traían al hombro o en sus monturas las «blimas» y aperos necesarios para su oficio.

Para ello, sólo precisaban de un pequeño horno y un pozo con agua. El cesteiro recoge los tocones o las varas de avellano y/o castaño, de noviembre a mayo, con la luna en menguante, resguardándolos de heladas y lluvias. Para la confección de cestos se sirve de diferentes útiles: las «bruosas» o hachas, para el corte; machetes para cortar las tiras; cuchillas de mango, para rebajar las blimas o blingas; punzones, martillos, cuchillos, etc.

LOS CARPINTEIROS O EBANISTAS

El trabajo de la madera tenía gran importancia en el mundo campesino, pues de madera eran muchas de las estancias de la casa y, cómo no, los aperos de la labranza. Así, el carro del país o chillón era casi íntegramente de madera, al igual que los arados, grades, «xugos», etc.; las excelentes arcas labradas, fabricadas en castaño, donde se guardaban los ricos ajuares; los copinos y otras medidas, además de xarras, zapicas, etc., fabricadas en nogal o castaño. Había otra labor más selecta en la que destacan los «santeros», que eran expertos talladores que realizaban su labor para las abundantes capillas rurales e iglesias, o hasta los que se dedicaban a realizar las tradicionales «pionzas». Para ello se ayudaban de varios útiles, debiendo distinguirse los utilizados en la llamada popularmente «carpintería blanca» de los propios de la «carpintería de ribera». Éstos son algunos de ellos: torno de carpintero, gubias, formones, trinchas, serruchos, martillos, «azuolas», «bruosas» y hachas, el tupí, la piedra de afilar, etc.

LOS CANTEIROS Y LOSEROS

El oficio de canteiro, que era el artesano que labraba cuidadosamente la piedra, es hoy casi inexistente. Sin embargo, hubo épocas donde supuso una labor muy reconocida, debido a la construcción de edificios nobiliares, catedrales, etc., que precisaban de canterías finas para los sillares de sus fachadas, para los vanos y dinteles, arquivoltas y columnas, imponentes escudos de armas, etc.

Además de excelentes canteiros, nuestro concejo dio trabajo a decenas de «pedreiros», dedicados a la extracción de losa («llousa») en las loseras establecidas al efecto, como La Llousera de Puerto de Vega, donde había varios beneficiarios, que separaban cuidadosamente sus límites, como aún es visible en el lugar. La losa extraída se sacaba del lugar por medio de carros de bueyes, mientras disponían de casetas de obra en las proximidades para guardar las «ferramentas». En el Catastro de Ensenada (1754) se menciona la existencia de tres canteros en el concejo de Navia y una buena cantidad de «loseros».

La emigración

El occidente asturiano ha sido especialmente castigado por el fenómeno recurrente de la emigración. Las causas determinantes del proceso migratorio son variadas: las hay de índole histórico, ya que España ha sido tradicionalmente un país de aventureros; pero, en la nuestra, más traumática si cabe, el factor determinante ha sido la pobreza endémica y el alto número de hijos de las familias tradicionales, lo que obligaba a destinar a algunos de ellos a la aventura americana, para que, si lograban triunfar, contribuyesen a reforzar el caserío familiar, dándole aires de poder sobre sus convecinos. Ese impulso, difícilmente cuestionable, es visible en las mejoras que aquellos que lograron triunfar –los menos, no lo olvidemos– acometieron en sus pequeñas aldeas o pueblos de origen: unas, de carácter estético-paisajístico, como era la erección de la señorial casa indiana por parte del «americano», copia fidedigna de aquella que tantas veces vio y deseó en su larga ausencia; otras, de carácter político-filantrópico, como era la dotación en sus pueblos de origen de las nuevas comodidades que se imponían vertiginosamente en el mundo civilizado que había conocido –traída de aguas, carreteras adoquinadas, lavaderos públicos, airosos casinos y parques públicos, y muy especialmente, escuelas de gran porte y excelente dotación económica para la época, quizá para evitar que las nuevas generaciones debieran seguir sus duros y azarosos pasos– y que decidieron no sólo un cambio radical en la fisonomía de nuestros pueblos y aldeas, sino una mejora sustancial del nivel de vida.

En los años cincuenta, debido a la autarquía y a la recesión económica derivada de la dura posguerra, se hizo necesario incrementar de nuevo la dolorosa sangría migratoria, ahora con meta en la Europa central y nórdica (Suiza, Alemania, etc.). En homenaje emotivo a todos ellos, el viejo baúl y la inseparable «pajilla» de un ilusionado emigrante de finales del siglo XIX y la sencilla maleta de uno de los pioneros de la emigración a Suiza se fusionan, queriendo simbolizar la comunión permanente entre nuestras gentes a lo largo de los tiempos, así como dejar patente nuestra deuda de gratitud hacia aquellos que debieron marchar lejos en busca de una nueva vida, dejando atrás su tierra, su familia, ... su vida.

En Puerto de Vega, el Casino, creado por algunos filántropos de la emigración como Sociedad de Amigos en 1905, halló su definitivo emplazamiento en 1931 en un solar de Armón, diseñando los planos el gran arquitecto hispano-cubano Manuel del Busto. En él se ubicó el cine, uno de los grandes logros para el pueblo natal, como elemento de cultura y de proyección al exterior, dedicando también un esmerado apoyo al teatro y a la música. Las máquinas que presentamos son de la última época del cine en el teatro-casino, mientras el fonógrafo recuerda las populares veladas y bailes, que paliaban tanto sufrimiento y dureza en las condiciones de vida de los que nos precedieron. Por fin, el parque Benigno Blanco es otro símbolo de la comunión centenaria entre los que se fueron y los que se quedaron, ya que los terrenos fueron cedidos por una familia emigrante en Puerto Rico, costeando toda la obra los puertoveguenses de aquende y allende los mares.

ARCHIVO

Ubicado en las dependencias del Museo Etnográfico, este archivo contiene documentos, publicaciones periódicas, libros, una pequeña hemeroteca local y grabaciones sonoras de la historia de Puerto de Vega que han sido recopilados por la Fundación Amigos de la Historia.

El archivo se encuentra en espera de ser catalogado.

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